Las múltiples alusiones históricas que existen sobre los mastines, tanto en la península ibérica como fuera de ella, responden siempre, de forma inequívoca, a la necesidad de buscar un animal que realice una función muy determinada como es la de guarda y protección de los rebaños domésticos de los seres humanos. Esta función será la que determine, desde tiempos remotos, los rasgos externos típicos de nuestra raza.
La opinión tan difundida que establece al Mastín del Tíbet como antepasado común de los molosos actuales, que evolucionaron de forma diferente posteriormente, según las particulares migraciones de los pueblos, seguramente se acerca menos a la realidad que pensar en un origen anterior para todos los perros, con un antecedente común en el lobo y sus variedades, y que se fueron seleccionando en función de las diferentes necesidades del hombre.
Existen multitud de referencias sobre este tipo de perros a lo largo de nuestra geografía, siendo aceptado que cuando los romanos entraron en la península se hacían acompañar de grandes perros que protegían sus pertenencias, especialmente sus animales domésticos. Igualmente son varias también las citas de esta civilización a lo que denominaban “mastines de Iberia”, como Plinio el Viejo, en su libro IX de Naturalis Historia, o Virgilio en el Libro III de Georgicas, dedicado al cuidado y cría de los perros, donde los define como “los vigorosos mastines de iberia”.
Estas premisas nos hacen suponer que ya existían perros de tal morfología en nuestras tierras en época prerromana.
Si además, sumamos las referencias que encontramos del término “moloso” en Grecia, Asiria y Egipto.
En lo que si coinciden todas las teorías, es en relacionar siempre el origen de este tipo de perros con la aparición de ciertas sociedades avanzadas que comenzaron a practicar la ganadería.
Con relación a lo sucedido en nuestro territorio, debemos, además, tener en cuenta las particulares características de nuestro clima, paisaje y de nuestra fauna. El primero obligaba a viajes estacionales en busca de óptimos paisajes, en los cuales se pudieran alimentar adecuadamente los animales domésticos, que, mientras tanto, eran amenazados por nuestra fauna autóctona. La conjunción de tales premisas hace necesaria la búsqueda de un animal capaz de garantizar el éxito de este sistema de trabajo, y nadie mejor para ello que nuestro mastín español.
Aparece así el fenómeno de la trashumancia, de singular relevancia tanto para nuestro país como para nuestra raza. De hecho, la optimización máxima de este modelo trae como consecuencia el auge de España como potencia mundial gracias a la lana merina que, de ninguna manera podría haber tenido tal éxito sin el discreto y eficaz trabajo de los perros mastines.
La creación en el siglo XII del Honrado Concejo de la Mesta, organismo al servicio de la principal fuente de riqueza del país y que se encargaba de supervisar lo relacionado con las actividades ganaderas de la época, supone la especialización del sistema y, con relación a los mastines, la certificación de su importancia, pues reguló todo lo relacionado con los derechos de los animales y las obligaciones de sus propietarios. A finales del siglo XV la cabaña lanar ascendía a tres millones de cabezas, llegando a lograr su máximo esplendor en el siglo XVIII, momento en el que se registran hasta dieciocho millones de cabezas, de los cuales cinco trashumaban. Poco después, comienza un periodo de decadencia proveniente del pensamiento ilustrado que era opuesto a lo que consideraban un organismo mal gestionado en el que las grandes fortunas se disfrazaban de pastores bajo la protección del estado.
Obviamente, la suerte del mastín fue paralela a la de la oveja merina y con la guerra de la independencia, a comienzos del siglo XIX, la hegemonía lanera de España llegó a su fin, vendiéndose muchos rebaños al extranjero y con ellos, los mastines que les acompañaban que, sin duda, participarían activamente en el desarrollo de razas caninas europeas de perros de guarda.